Necropolítica, porque no hay nada más.
Sin poder presentarle a la sociedad un proyecto político viable para las mayorías populares, los dirigentes políticos apelan a la necropolítica —al discurso construido sobre un charco de sangre— para provocar al sentido común y motivar la participación electoral en un contexto de apatía social que ya se parece muchísimo a la anomia. Se reaviva la controversia entre la “mano dura” y la “mano blanda” en la estela de tres lamentables hechos delictivos. Los dirigentes dirán que no, pero están todos haciendo política con la desgracia y la muerte.
Dos hechos acaecidos en el lapso de
aproximadamente 24 horas, dos muertes.
Una, el asesinato de una niña
preadolescente a manos de motochorros
en Lanús. La otra, el asesinato de un militante de izquierda en el marco de la represión por la Policía
de la Ciudad de Buenos Aires a una protesta en las
inmediaciones del Obelisco. A pocas horas
Y también un tercer hecho, ocurrido pocas horas después del segundo en la localidad bonaerense de Morón, donde un médico cirujano caía victimado por delincuentes que querían robarle el coche. De una y de otra parte de una grieta que parecía cerrarse en la mezcolanza ideológica se reavivó la controversia con acusaciones mutuas: de la parcialidad cambiemita, muy erróneamente asociada a la “mano dura” y al orden, manifestaciones contra el mal llamado “garantismo” que en el sentido común se reduce a una defensa de los delincuentes. Por su lado, la parcialidad frentetodista que se asocia también erróneamente con los “derechos humanos” entre muchas comillas y acusa a los cambiemitas de violentos y represores.
Y sin que a nadie le importe realmente la pérdida de tres vidas humanas en contextos muy turbios, absolutamente evitables, renació la grieta ideológica en las páginas rojas de la crónica criminal. Sin ningún proyecto de país que pueda realmente ofrecerse a la sociedad, cambiemitas y frentetodistas lograron a pura ideología interpelar a una sociedad anómica que de acuerdo con las últimas encuestas de opinión se preparaba para dar el faltazo en las urnas por desinterés en el proceso electoral que se avecina. En una palabra, la hegemonía hizo un uso oportuno de la necropolítica para involucrar a las mayorías en una discusión de la que el pueblo ya se había desentendido.
Ahora las elecciones del domingo están al rojo vivo con el cambiemismo llamando a votar a sus candidatos para recuperar la ley y el orden y con el frentetodismo gritando que no, por el contrario, que votar a los cambiemitas es una garantía de represión y sangre en las calles. Entiéndase bien el truco: sin candidatos ni propuestas que enamorasen a nadie en un contexto de apatía social que ya se parece muchísimo a la anomia, la política logra con el discurso de la necropolítica convocar a la participación electoral. No es la economía, no es el bolsillo. Es la controversia entre “mano dura” y “mano blanda” la que deberá conducir al pueblo a las urnas.
O al menos así lo esperan los dirigentes, aunque desde
luego en la propia
hay ninguna contradicción entre la supuesta “mano blanda” y la también supuesta “mano dura”, nada de eso existe. Es falsa la proposición de terminar con el delito reventando a palos y a tiros a los delincuentes, pero igualmente falso es el prosaico discurso dicho progresista del “garantismo” de entender al delincuente como una víctima de la sociedad a la que el Estado no debería reprimir.
Ambos discursos son profundamente falaces y no lo son
accidentalmente, aquí hay una
maniobra coordinada por la hegemonía para enloquecer a las
mayorías, demorar la resolución del problema de la
seguridad y usar, he ahí la finalidad,
el problema políticamente. Las parcialidades ideológicas de derecha y de izquierda están enamoradas del
discurso de sus dirigentes diestros y zurdos
y tienden a no comprender jamás lo que es una obviedad ululante, aunque
la obviedad está. Lejos de querer
resolver el drama social de la inseguridad, que
tiene a maltraer a los trabajadores fundamentalmente en
los grandes conglomerados urbanos,
tanto la derecha como la izquierda lo quieren
perpetuar haciendo de ello una grieta ideológica interminable.
El “garantismo” mal entendido a partir del discurso jurídico del exjuez de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni fue degenerándose en la vulgata de la militancia hasta transformarse en un híbrido ideológico según el que un delincuente es una víctima de la sociedad y no debe, por lo tanto, ser reprimido por las fuerzas de seguridad del Estado. Pero el garantismo no es otra cosa que lapreservación de las garantías constitucionales del debido proceso, de las condiciones adecuadas de alojamiento para quienes estén privados de la libertad y la no violación de su integridad. A raíz de esta confusión —que el propio Zaffaroni nunca se esmeró demasiado en desarticular— aparece la idea de la “mano dura” en la dialéctica necesaria de la política. Y mientras los extremos discuten el sexo de los ángeles, el delito que llamamos inseguridad campea a sus anchas en las grandes urbes del país.
La derecha, por ejemplo, dice querer la “mano dura” y llama a darles a las fuerzas de seguridad —e incluso a las fuerzas armadas, las que un numeroso sector de esa derecha quisiera ver realizando funciones de policía— carta blanca para que actúen al margen de la ley contra el delito instalando un escenario que, en la práctica, sería el de una guerra facinerosa con delincuentes persiguiendo a otros delincuentes, del uso indiscriminado de la fuerza bruta con el pretexto de “poner orden”. Nada de eso jamás funcionó ni podría funcionar. Exentas de la observancia de los procedimientos legales establecidos, lo más probable es que las fuerzas de seguridad hagan uso de esos superpoderes mucho más para “apretar” a los civiles que para combatir el delito.
¿Por qué? Pues sencillamente porque la policía no necesita superpoderes para perseguir a los delincuentes y sacarlos de circulación, podría hacerlo hoy mismo sin más recursos que los actualmente disponibles. Y no lo hace porque en realidad es connivente con el hampa, es parte de una inmensa red de corrupción generalizada que empieza en las comisarías y asciende hasta los juzgados, las oficinas de los jueces y de los fiscales. Las fuerzas de seguridad del Estado y el Poder Judicial permiten la existencia del delito porque en esa existencia hay para los agentes, para los comisarios, los abogados, los jueces y los fiscales un pingüe negocio.
¿Para qué querrían entonces las fuerzas de seguridad una inmunidad para tirar tiros sin tener que rendir cuentas, si en realidad ya tienen el control de las calles y saben perfectamente dónde están todos los delincuentes? Las fuerzas de seguridad no necesitan eso, lo que les hace falta es una profunda purga que aparte de su seno a los agentes y comisarios corruptos. Y algo similar debería suceder en el Poder Judicial con la expulsión y la aplicación de las generales de la ley a jueces y fiscales que estén “entongados” con aquello que deberían investigar, juzgar y castigar desde un elevado lugar de superioridad moral.
Entonces la “mano dura” del “gatillo fácil” no sirve porque no es necesaria, el delito seguiría al estar fundado en la corrupción y no en la impotencia de los que deben aplicar la ley. Y además la sociedad tendría entre manos un nuevo problema al multiplicarse los hechos de violencia perpetrados por policías, ahora desembozados, contra civiles. No sirve de nada darles a las fuerzas de seguridad esa carta blanca para el uso indiscriminado y discrecional del monopolio estatal de la violencia si esas mismas fuerzas no responden a los intereses de la sociedad que las mantiene. Es contraproducente. Si la policía no persigue a los delincuentes porque los tiene de socios, tampoco lo haría teniendo superpoderes o inmunidad legal.
¿Pero qué hay en el otro extremo ideológico, el de la “mano blanda” que la izquierda esgrime como argumento para supuestamente oponerse a la idea del “gatillo fácil” liberado que propone la derecha? Hay más de lo mismo, aunque en espejo: al poner el grito en el cielo histéricamente cada vez que las fuerzas de seguridad sí hacen su trabajo y aprehenden a un delincuente, lo que la izquierda logra es desactivar la voluntad de los agentes de policía que están más interesados en hacer su trabajo honestamente que en hacer negocios con el delito. Porque no todo agente de policía es igual y tampoco son corruptos todos los fiscales y todos los jueces, hay tanto en las fuerzas de seguridad como en el Poder Judicial gente que quiere trabajar.
Y trabajar, desde el punto de vista de un agente de policía, es arremeter con fiereza contra quienes delinquen y no son, por cierto, precisamente unos delicados señoritos. El delincuente normalmente anda bien armado y está siempre dispuesto a batirse con el que intente impedirle las fechorías, no se deja ni podría dejarse capturar mansamente. ¿Cómo estar a la altura de ese desafío que implica una situación potencialmente muy violenta teniendo de antemano una serie de limitaciones ideológicas impuestas por gente que ni siquiera trabaja de policía? Es un hecho conocido el de que actualmente hay agentes de policía honestos que optan por hacerse los desentendidos frente a un delito por no estar dispuestos a enfrentarse a las consecuencias legales posteriores al accionar.
Ese es el lamentable y necesario resultado del discurso de la “mano blanda”, que además es hipócrita al estar en boca de militantes de clase media que circulan por áreas relativamente mucho más seguras que los barrios donde el trabajador desideologizado debe lidiar con zonas liberadas. El resultado es un agente de policía que no teme al delincuente, pero teme ser castigado posteriormente si lo reprime. El atento lector haría bien en preguntarse, sin ideologizar, qué haría en la hipotética situación de estar en el lugar del agente de policía frente a la comisión de un delito, a sabiendas de que puede quedarse sin trabajo o incluso terminar preso si actúa. ¿Mirar o no mirar para el otro lado? La respuesta del sentido común también es una obviedad, como se ve.
La izquierda considera que el delincuente es una víctima de la sociedad de consumo, es pobre y en su pobreza no encuentra mejor alternativa que la de “salir de caño” a robar y a matar. Y probablemente algo de eso sea cierto, es evidente que a mayor marginalidad también mayores son las probabilidades de que un marginal opte por el camino del delito, pero el problema sigue siendo concreto y es que hay otras víctimas: las del delito, que también son pobres y no por eso delinquen. Es el trabajador en una oscura parada de colectivos, a merced del delincuente despiadado. ¿Por qué la izquierda, que alguna vez tuvo al trabajador como sujeto político, termina poniéndose del lado del lumpen cuando de definir quién es más víctima se trata?
Porque hay un error instalado adrede, no es un error inocente que surge de la incomprensión de la militancia. Son los dirigentes con sus discursos erráticos quienes siembran, por derecha y por izquierda, la confusión en la sociedad. Por derecha, con la mentira absurda de que la “mano dura” es la panacea universal para terminar milagrosamente con la inseguridad y por izquierda, con la estúpida idea de que el delincuente es una víctima de las circunstancias y no debe ser reprimido porque “ningún pibe nace chorro” y otras declamaciones ideológicas típicas de pequeñoburgueses que no viven en los barrios ni deben sobrellevar el día a día entre un lumpenaje dispuesto a todo con tal de desposeer a los ya desposeídos de lo poco que tienen.
Mientras siga la confusión ideológica programada nadie va a ponerse a pensar en la purga necesaria del Poder Judicial y de las fuerzas de seguridad, nadie va a poner el dedo en la llaga. Jamás estará en el discurso de ningún dirigente la solución que, no obstante, es de sentido común. En cualquier barrio cualquier criollo sabe que la policía está en el “tongo”, sabe que los delincuentes entran y salen de la cárcel porque también en los tribunales hay connivencia. Todo el mundo sabe dónde está la raíz del problema, salvo la política. Los dirigentes políticos simulan demencia y siguen haciendo un discurso ideológico que ya quedó viejo para mediados del siglo XX.
No hay nada para ofrecer, he ahí la cuestión. La hegemonía ya definió que no habrá ningún gobierno en representación de los intereses de las mayorías populares y la necropolítica es, entonces, la solución. Si no hay pan, que haya circo romano con sus respectivas víctimas y todo el baño de sangre necesario para que discutan sobre el charco unos dirigentes que nada tienen para darles a los pueblos más que la polémica de todos los días, esa competencia discursiva para determinar quién tiene la razón. Pero nadie la tiene ni la va a tener, nadie tiene más que las manos manchadas en sangre. Eso sí, sangre del pueblo-nación que se derrama todos los días mientras los muñecos de la hegemonía hacen de cuenta que hacen política sin voluntad de transformar la realidad.
LBC
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